El nuevo tratado comercial entre Canadá, Estados Unidos y México (T-MEC) que entró en vigor el 1 de julio incorpora un artículo para la erradicación del trabajo forzoso u obligatorio, tanto infantil como adulto, de tal forma que si uno de estos países detecta alguna mercancía procedente de esas prácticas debe impedir su importación y se establecen sanciones. Este asunto no se mencionaba en los anteriores acuerdos comerciales suscritos y a primera vista supone, sobre el papel, un avance que saludan los expertos. Sin embargo, algunas organizaciones de defensa de la infancia consultadas muestran también esta preocupación: si se persigue el trabajo infantil sin implementar medidas de protección para los niños, niñas y adolescentes, así como una salida a la pobreza de sus familias, estos buscarán otras vías para seguir trabajando y serán más peligrosas y esclavas. Los huecos que deja el Estado, dicen, los ocupará el crimen organizado.
“Buena parte de las desapariciones de niños y jóvenes que se registran en México están relacionadas con el trabajo esclavo en las minerías, en la siembra de marihuana, en los laboratorios clandestinos. En el caso de las niñas y adolescentes tiene que ver con la explotación sexual”, sostiene Juan Martín Pérez, director ejecutivo de la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim). Pero hay mucho trabajo infantil ligado a la pobreza y se da en el ámbito familiar o comunitario y es ahí donde se corre el riesgo, dice, de que su persecución, en lugar de combatirlo con políticas sociales, “les aboque a opciones peligrosas”. “Eso ya ha pasado en otras ocasiones”, afirma Martín Pérez.
El siguiente elemento a tener en cuenta es la larga crisis que se avecina debido a la pandemia del coronavirus, que prevé un gran aumento de la pobreza en todo el país. “Esta crisis se traducirá en más trabajo precario, informal, menos ingresos y abandono escolar. El trabajo infantil va a emerger, no será tan visible pero será patente en el ámbito rural”, añade el director de la Redim.
En México, donde está prohibido el empleo antes de los 15 años, hay 3,2 millones de personas entre cinco y 17 años haciendo lo que las organizaciones internacionales califican de trabajo infantil. Supone un 11% de la población de estas edades. Un 6,4% se emplean en ocupaciones no permitidas por los acuerdos suscritos y un 4% están dedicados a labores domésticas no adecuadas para su edad, por el desempeño o por el horario intensivo. Hay un porcentaje que realiza ambas tareas. Estos datos publicados en 2017 por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) son los últimos que se conocen. La política de austeridad impuesta por el actual Gobierno acabó con 14 encuestas, una de ella sobre trabajo infantil. “Logramos que el Departamento de Trabajo de Estados Unidos la financiara y se elaboró en 2019, pero aún no tenemos los resultados”, prosigue Martín Pérez.
Nancy Ramírez, la directora de Incidencia Política de Save the Children, coincide en el peligro de que “el sector privado anule la mano de obra infantil, porque alguien que trabajaba en la venta, por ejemplo, puede acabar en manos de organizaciones criminales”. Pero piensa que el tratado comercial es también “una vía que obliga a los exportadores a adecuar a los derechos humanos sus políticas laborales, tanto en niños como en adultos, y a detectarlo en sus cadenas de producción”. ¿Acaso un empresario no sabe qué manos fabrican la ropa, recogen la fruta o pegan con productos tóxicos las suelas de los zapatos que venden? “No siempre”, asegura Ramírez, y pone como ejemplo el siguiente: “En la industria textil hay mucho trabajo que se desarrolla en los hogares a donde llegan cajas enteras de playeras para que les corten los hilitos tras su confección, por citar un caso. Y eso suele ir al peso, cuantas más playeras entreguen, más dinero reciben. Quién sabe cuántos niños y cuántas horas trabajan en esas casas”, dice.
El Gobierno ya trabaja para diseñar mecanismos que permitan a los empresarios identificar que su producción se hace de acuerdo a los requisitos impuestos ahora por el T-MEC y para otorgar un distintivo cuando esas condiciones se cumplan. “Para empezar, que reconozcan el trabajo infantil, el trabajo forzoso”, sigue Ramírez.
Una de las organizaciones que trabaja en el diseño de estándares que sirvan a las empresas para adecuar sus estatutos y políticas laborales es la Alianza Hortofrutícola Internacional para el Fomento de la Responsabilidad Social (Ahifores), que tiene sus propios certificados de calidad. Han compartido su estrategia con el Gobierno mexicano y con el Departamento de Trabajo de Estados Unidos, “quienes han avalado que el contenido es acorde a las legislaciones y normas internacionales”. “Recientemente hemos presentado nuestra guía, enfocada a las empresas agrícolas”, dice Luz María Chombo, gerente de Certificación de Ahifores. Estas guías ya han sido mostradas en diversos Estados del país y hay otros sectores productivos que les están pidiendo desarrollos propios para sus actividades. “Estamos ofreciendo muchos cursos virtuales, la forma en que podemos hacerlo ahora”, explica Chombo.
La estructura socioeconómica que presenta México no es la más saludable en términos de bienestar infantil, con la mitad de la población sumida en la pobreza o la pobreza severa. Unicef pone datos a lo que aparece bien visible en la calle. Uno de cada dos niños, niñas o adolescentes vive sin lo básico para su desarrollo, una situación que afecta de lleno a las comunidades indígenas, donde nueve de cada 10 niños la padece. Más de cuatro millones están fuera de la escuela y la mitad de la población infantil mexicana manifiesta desnutrición crónica. Un 1% entre los 10 y los 17 años ha sufrido agresiones en el hogar.
Nayarit es quien presenta la tasa más alta de trabajo infantil de México, con un 19,7% de la población de esas edades. En situación parecida están Zacatecas, Campeche, Tabasco, Colima, Guanajuato, Guerrero, Oaxaca y Puebla. En la parte baja de la tabla figuran Querétaro (5,3%), Ciudad de México, Baja California, Aguascalientes y Nuevo León.
El racismo condena en México a las zonas indígenas a una mayor pobreza, por tanto, más trabajo infantil. Pero las organizaciones que trabajan sobre el terreno matizan estos conceptos: “En estas comunidades el trabajo es una habilidad para la vida, no se trata solo de una actividad de rendimiento económico, sino asociado al saber y a la colaboración familiar, son procesos sociales”, dice Jennifer Haza, directora de la organización Melel Xojobal en Chiapas, que desarrolla proyectos educativos, sociales y de derechos humanos con la población escolar. “Alrededor de un 90% asiste a la escuela, pero la mitad de los adolescentes no termina la secundaria [obligatoria]”, dice. La escuela no es ni mucho menos gratis para una familia cuya alimentación ya es precaria. “Se pagan cuotas de inscripción, uniforme, útiles, comedor escolar, remodelaciones”, dice Haza.
La epidemia de la covid-19 tuvo a la familia de Ángela Méndez sin trabajar un mes entero. Cerraron el puesto de artesanía que montan y desmontan cada día en una plaza de San Cristóbal de las Casas, un pueblo muy turístico en Chiapas. “Nosotros no tenemos ahorros, incluso debía algún dinero que me financian cuando compro las mercancías que vendo, y luego pago. Así que estuvimos con tortillas, puro frijolito y verduritas, por economizar”, sonríe. Así, unas veces con más escasez y otras más abundancia, ha sacado a pulso la señora Méndez a sus tres hijos. Todos han colaborado con el trabajo del mercadillo, pero no han abandonado los estudios. El mayor va a empezar su carrera de Matemáticas. El pequeño es aún chiquito. Y Yesenia Anahí N. Méndez, a punto de cumplir los 12 años, acaba de terminar la primaria. Como en tantas zonas pobres, su modelo es el maestro y eso es lo que ella quiere ser de mayor. Pero si le mencionan otras profesiones se sonríe también con gusto.
Un día normal levantan el puesto con todos sus fierros hacia las nueve de la mañana y a esa misma hora de la noche están llegando a casa; si hacen una buena jornada habrán ganado entre 300 y 500 pesos (14 y 23 dólares), pero la pandemia ha golpeado el turismo. “Nadie estaba preparado para esto”, dice Ángela, que creció en una familia muy humilde, vendiendo palomitas por las calles y soportando, por ello, las burlas de sus compañeros de escuela. Ella ha trabajado duro para que sus hijos tengan mejor vida.
Los meses de coronavirus, Yesenia ha estudiado en casa con ayuda de profesores, pero son tiempos extraños que los niños toman casi como vacaciones: “Ayudo en el puesto para traer dinero para comer, de 10 de la mañana a ocho de la tarde, y también en casa, como mis hermanos, trapeamos, tendemos la cama, lavamos los trastes”, dice la niña. Ella es feliz en el puesto, ve pasar la gente, negocia con ellos, juega a las tiendas. “En casa te aburres”, confiesa.
Ese es el trabajo familiar, a veces duro para los niños, a veces les aleja de la escuela o les saca de ella demasiado temprano, pero los gobiernos saben que de no ser así, la pobreza será aún mayor. “El trabajo infantil es parte de las economías familiares, el hecho de que no sea reconocido tiene trampa, se tolera, porque reduce el impacto económico para las familias, aunque la ley lo prohíba”, dice Juan Martín Pérez, de Redim. Y de nuevo expresa su temor a que el T-MEC pueda afectar también a estos casos que van sacando la cabeza como pueden. “Son los gobiernos los que deben dar una respuesta a esto, pero no hay dispositivos de protección más allá de la burla esa de becas de 45 dólares al mes. No veo voluntad política en el Gobierno federal”, añade.
En la misma línea, Save the Children trabaja para que esos niños, que en México se cuentan por millones, “tengan un trabajo decente y no abandonen su asistencia escolar”. Esa es la realidad de los hogares más pobres y otra bien distinta son los requisitos sobre el papel que establece el T-MEC.